domingo, enero 22, 2012

AUTORRETRATO: REFLÉJATE A TI MISMO

Rafael Argullol

«Conócete a ti mismo»: una vieja máxima cuyo prestigio ha perdurado, intacto, a través de los siglos. Nadie se atrevería a dudar de que ésta es, o debería ser, una de las mayores metas del hombre, si no la mayor, y así lo han recogido los sucesivos pensamientos filosóficos.  Incluso cuando modernamente algunas han invertido la fórmula no han dejado, en el fondo, de corroborarla: «huye de ti mismo» es otra forma de expresar el deseo de conocerse. Nadie, sin embargo, ha defendido que la sabiduría pudiera alcanzarse a través de lo que se insinúa en una frase como «refléjate a ti mismo». Conocerse y reflejarse parecen soportarse mal mutuamente, con rumbos que marchan en direcciones opuestas, uno hacia el interior y el otro hacia el exterior. ¿Pueden realmente conciliarse ambos impulsos?

La literatura nos da la pauta cuando los escritores hablan de ellos mismos, lo cual, elípticamente o no, sucede con frecuencia. Para ser más estrictos podemos circunscribirnos a la llamada literatura autobiográfica, con su complejo archipiélago de confesiones, memorias, misceláneas y diarios. ¿Qué poder de conocimiento propio albergan?

Lo más probable es que pongamos esta pregunta en relación a su grado de espontaneidad, de sinceridad, de veracidad. En definitiva: de autenticidad. La respuesta es difícil porque entraña el problema de si la autenticidad no implica necesariamente la ficción, del mismo modo en que el recuerdo está siempre determinado por la fuerza transfiguradora de la imaginación. Nuestra verdad supone, en todos los casos, el mito que hemos forjado acerca de nosotros mismos. Sea como fuere, partiendo de esta premisa, pueden aventurarse ciertas conclusiones acerca de la escritura autobiográfica.

Me atrevería a decir que la mayor dosis de autenticidad la poseen aquellos textos que han llegado a nosotros por obra del azar, de los albaceas o de los eruditos, independientemente de la voluntad de quienes los escribieron. La escritura exige siempre una premeditación -pues de lo contrario no existiría tal escritura-, pero me refiero, en este grupo, a textos que no han sido escritos premeditadamente para ser publicados. Abruptas anotaciones, expresiones de un estado del espíritu que obliga a vomitar sin cálculos ni estrategias «artísticas». Escritura candente desprovista de control formal e ignorante de la posteridad. Otros escritores han exteriorizado su intimidad, sin atender explícitamente a una futura edición pero, al mismo tiempo, obligándose a una construcción estilística que parece prever esta posibilidad.

En este caso la brutal autoconfesión queda mitigada por la voluntad de estilo, si bien esto no anula, desde luego, la autenticidad de tales escritos. Por fin, un tercer grupo integrado en la literatura autobiográfica está compuesto por textos en que lo íntimo del contenido está condicionado por el hecho de que, con toda seguridad, serán sacados a la luz. Nada podemos decir tampoco, de modo general, con respecto a su nivel de autenticidad, dependiendo evidentemente de cada autor. Pero, comoquiera que sea, en estos escritos la confesión, el recuerdo o la anotación están dominados por la representación.  Ésta puede ser extremadamente sincera pero, por encima de todo, es representación. Y a menudo destinada a cierta idea de inmortalidad.

Los grandes monumentos de la literatura autobiográfica, desde las Confesiones de san Agustín a los Diarios de Thomas Mann encajan en este último grupo. Sin embargo, su grandeza estriba en que casi nunca encajan totalmente. Son, por así decirlo, páginas mixtas en las que la representación para la eternidad se alterna con latigazos descarnados en los que no ha habido intermediario alguno entre el escritor y la hoja de papel. «Refléjate a ti mismo»: cuando nos reflejamos acostumbramos a mezclar lo que somos con lo que -quisiéramos ser y también con lo que quisiéramos que los otros pensaran que somos, junto a la violenta expulsión de moléculas de nuestra interioridad recurrimos al juego, a la función, a la fantasía, a los distintos componentes de nuestro mito personal. A veces recurrimos a la hipocresía, pero no necesariamente: simplemente nos reflejamos según nuestros momentos, con sus confianzas e inseguridades, con la cara descubierta y con la máscara. Por eso reflejarse no es exactamente conocerse pero sí, en cambio, significa una fuente de conocimiento.

La literatura autobiográfica acostumbra a atraernos poderosamente e incluso con frecuencia estamos tentados a considerar toda literatura como autobiográfica. Es habitual preguntarle a un novelista con qué personaje de su novela se identifica, mientras a los poetas ya suponemos innecesario hacerles tal pregunta. Por el contrario, que yo sepa, nadie ha hablado de «pintura autobiográfica» y son escasísimos los estudios que se han dedicado al autorretrato. Y, sin embargo, parece difícil encontrar una manera más fiel de reflejarse uno mismo que pintar el propio retrato.

Hay un motivo de peso para explicar esta circunstancia. En relación a la literatura la pintura carga con una objeción no enteramente desmentida ni siquiera en la época moderna: la pintura es esencialmente representación. Es cierto que han quedado superados los antiguos prejuicios, de raíz platónica, acerca de su carácter mimético y falseador de la realidad pero, aun así, se halla lejos de ser asumida como territorio de conocimiento. Desde el Renacimiento, y notoriamente desde Leonardo da Vinci, hasta las vanguardias del siglo xx ésta ha sido una batalla con más victorias aparentes que reales. Una consecuencia de esto es que en muchos casos la literatura autobiográfica de los artistas se pone por encima de la pintura autobiográfica. Por poner un ejemplo, creemos saber más de Vincent van Gogh por las cartas a su hermano Theo que por la excepcional serie de autorretratos que pintó en sus últimos años.

Pero hay un segundo motivo que atañe a la constitución misma de la pintura. La pintura es, por esencia, representación de un momento privilegiado, de un corte en el tiempo que debe captar, instintivamente, todos los elementos de un mundo. Por contra la literatura es exposición en el tiempo y, por breve que sea éste, como sucede en la mayor parte de los poemas, siempre tiene un carácter genético. La literatura nos informa de un devenir, en el cual podemos apreciar la modificación de los estados físicos y espirituales, en tanto que la pintura fija ese devenir en un solo segmento. Como consecuencia de esta diferenciación radical si nos remitimos a lo autobiográfico comprobaremos que la literatura proporciona un autorretrato en movimiento mientras que la pintura nos ofrece autorretratos detenidos.

Aceptando esta distinción como fundamental hay, no obstante, fuertes similitudes en el «refléjate a ti mismo» que encontramos en una y otra. Tras repasar, con cierta exhaustividad, la galería de autorretratos que puede contemplarse en la pintura europea, las sensaciones que uno obtiene no son muy distintas de las que le produce la literatura autobiográfica. Como la literatura, la pintura nos pone en evidencia un juego de sinceridades y enmascaramientos, de espontaneidades y ritos, en los que se advierte la mezcla indeslindable de indagación descamada y representación mítica. El pintor, al igual que el escritor, se refleja recurriendo a su verdad y, subsiguientemente, también al mito que lleva adherido esta verdad.

La <> del artista que conlleva el autorretrato se despliega, en mi opinión, a través de cuatro grandes escenarios que, si bien admiten las variaciones estilísticas propias de cada época, se sustentan, cada uno de ellos, en características propias. El primer escenario nos remite a la autoafirmación del pintor, a la mostración de una suerte de dignitas a través de la que el artista reivindica su lugar en el mundo. El segundo escenario, susceptible de ilimitadas variaciones, está dominado por el camuflaje: el artífice se cubre, y al unísono se descubre, por medio de distintas máscaras o bien encarnando personajes con los que, más o menos elípticamente, se siente identificado. Bajo el camuflaje caben los más diversos papeles, desde la exaltación al martirio. En el tercer escenario el pintor se enfrenta a su propia representación como pintor, manifestando sus ideas acerca de la pintura, del proceso de creación e, incluso, de las características que debe poseer la recepción de su obra. Por fin el último escenario, frecuentemente combinado con los anteriores, nos acerca a la relación del pintor con el tiempo, motivo estelar de los autorretratos en los que se vincula a la fugacidad de la vida y la inmortalidad del arte.

Apenas es posible encontrar mayores muestras de autoafirmación en una obra pictórica que las que nos ofrece Alberto Durero (Madrid, Museo del Prado, y Munich, Alte Pinakothek), en los autorretratos de 1498 y 1500. El primero preanuncia al segundo.  En 1498 Durero se pinta a sí mismo como exponente de una extraordinaria dignidad mundana. Ligeramente inclinado el torso, su mirada hacia el espectador denota una calculada mezcla de serenidad y seguridad. Sus ropajes nobles están en concordancia con la nobleza del gesto. Al fondo un retazo de paisaje no hace sino confirmar la centralidad y el protagonismo del hombre, sobre todo del artista. El cuadro de 1500 es todavía más rotundo. En él Duero nos mira de frente y en sus ojos se expresa, explícitamente, la pertenencia a un estado superior del espíritu. Probablemente no hay en la historia de la pintura ninguna obra que quiera indicar un mayor grado de autodivinización: porque, en efecto, en este autorretrato Durero se halla revestido de la mayestática grandeza de Cristo; no, como es obvio, del Cristo sufriente -en el que se refugiarán, como veremos, otros pintores-, sino del Cristo triunfante, vencedor de la gran prueba y salvador de la humanidad. En la pintura de 1500 ya no hay únicamente dignidad humana: se trata, con increíble altivez, de dignidad divina.

En realidad Durero fuerza hasta el extremo el talante del nuevo artista renacentista que en su curso por afirmar su propia identidad creativa pasa de la reivindicación social a la metafísica. De la dignitas del artista al artista como alter deus, engendrador de mundos a imagen y semejanza del Dios genético. Desde Masaccio ésta es una actitud que se radicaliza progresivamente. Durante el Quattrocento los pintores se reflejan con mayores dosis, cada vez, de individualidad y poder. A principios del siglo XVI la pintura renacentista ha creado las condiciones para que un Miguel Ángel afronte el Génesis de la Capilla Sixtina como expresión de la fuerza creadora del artista. A Miguel Ángel y a Rafael sus mismos contemporáneos les llaman «divinos». En 1500 Durero se pinta como tal.

Sin llegar al atrevimiento de Durero los cuadros que recogen la majestad del pintor son frecuentes en el arte europeo hasta la gran crisis de identidad provocada por el Romanticismo. Tras éste las representaciones de este tipo escasean o se presentan tan distorsionadas que apenas tienen rasgos iconográficos comunes con la tradición anterior. En el siglo XIX todavía podemos observar mediocres continuaciones académicas o excelentes excepciones, como algunos de los autorretratos de Ingres, pero en general después de Goya, como en tantos otros aspectos, la pintura europea rompe con su voluntad de dignitas y los artistas renuncian a su autorrepresentación mayestática.

Sin embargo, entre ambos momentos, entre el Renacimiento y el Romanticismo los ejemplos· de autoafirmación del artista son innumerables. Tomemos tres, de tres tradiciones distintas pero pertenecientes al gran siglo de madurez de la pintura, el XVII: Los autorretratos de Velázquez de 1631 (Florencia, Museo de los Uffizi), de Rubens de 1639 (Viena, Kunsthistorisches), y de Poussin de 1650 (París, Museo del Louvre). El de Velázquez tiene curiosas similitudes con el pintado por Durero en 1498. La misma orientación del cuerpo, la misma inclinación de las pupilas, el mismo aire sereno y seguro. El de Rubens nos ofrece un escorzo opuesto mientras su mirada aparece suspendida en la lejanía. Por último el de Poussin, con inscripciones en el lado derecho que también recuerdan las de Durero, nos comunica una mirada llena de vigor y de energía.

Los autorretratos de Velázquez, Rubens y Poussin son de una notable gravedad pero están situados en un momento claramente distinto a los de Durero. No hay en ellos ansias de divinización ni tampoco, como en los de los quattrocentistas, un reclamo de individualidad.  Corresponden a un estado más avanzado de la confianza del pintor en sus poderes. El artista del Renacimiento luchaba contra la servidumbre anterior y era todavía, en gran medida, un hombre que debía exaltar la libertad y autonomía de su arte. El artista del siglo XVII parte de las enormes conquistas renacentistas y, a pesar de sus dependencias cortesanas, se halla convencido de la elevada condición de su trabajo. Velázquez y Rubens se pintan a sí mismos como gentilhombres y asimismo tal vez, especialmente el primero, como militares. Poussin, como pintor seguro del rigor de su pintura, pone sus cuadros como fondo pero su vestimenta en nada se distingue de la de un magistrado. En los tres casos el retrato quiere reflejar una dignidad social y por eso se autorretratan para la sociedad. Esta actitud continuará hasta el clasicismo ilustrado, es decir, hasta que el pintor se desnuda de su ropaje público para introducirnos en la intimidad desordenada del taller.

Pero el pintor no sólo se refleja abiertamente, presentándose en solitario. A menudo se refleja de manera oblicua, sumergiéndose en conjuntos alegóricos y parapetándose en pieles ajenas. A menudo el pintor parece preferir el baile de disfraces, sea para honrarse con sus acompañantes sea para mostrarse partícipe de sacrificio.  La historia de la pintura es tan abundante en autorretratos directos como indirectos. Estos últimos nos introducen a una sinuosa complejidad psicológica. El artista quiere reflejarse y ocultarse al mismo tiempo, quiere representarse entre otros o a través de otros, quiere conocerse y desconocerse simultáneamente. Aparece el desdoblamiento, y junto con él el tema del doble, aparece la transferencia, y junto con ella el problema de la empatía.

En el Renacimiento se utilizó con cierta asiduidad el autorretrato indirecto. Masaccio se pintó camuflado en San Pedro en su trono.  Filippo Lippi en la Coronación de la Virgen, Durero en el Martirio de los diez mil cristianos. Uno de los ejemplos más sobresalientes, y también más ambiguos, es el de Sandro Botticelli en la Adoración de los Magos de 1475-1478 (Florencia, Museo de los Uffizi). En este caso la frontera entre el autorretrato directo y el indirecto es dudosa, pues si bien Botticelli se pinta integrado en la escena de la adoración de los Magos su situación en el extremo derecho del cuadro y su mirada hacia el espectador le colocan en un inevitable distanciamiento con respecto al conjunto. Es más: un atento examen de la pintura nos permite apreciar que la técnica del contraste empleada por Botticelli refuerza esta impresión. Está y no está en la escena.  El pintor se ha pintado como mediador entre el motivo representado y el espectador. Guía la representación y, paralelamente, indica con orgullo que él es su creador.

No obstante, en el mismo Renacimiento la muestra más fascinante de camuflaje y, a su vez, de juego de transferencias y desdoblamientos es la Escuela de Atenas, pintada por Rafael entre 1508 y 1511 (Estancias Vaticanas). Dejando de lado la explosión de correspondencias alegóricas entre las distintas artes y las tradiciones filosóficas, nunca nos dejarán de sorprender las hipotéticas identificaciones realizadas por el pintor de Urbino. Platón visto a través del rostro de Leonardo, Heráclito encarnado por Miguel Ángel y sentado en la primera grada adoptando la posición atribuida a la melancolía.  Rafael está verdaderamente camuflado. Situado también en el extremo derecho de la escena, como Botticelli en la Adoración de los Magos, pero, a diferencia de éste, casi imperceptible, oculto tras Sodoma.  Rafael participa de la excepcional grandeza de su representación, aunque su presencia es tenue, poco menos que invisible, como si sólo este sutil rastro fuera suficiente para testificar que ha sido él, en definitiva, el creador de tal grandeza. El autorretrato indirecto sirve, pues, también, como procedimiento de autoafirmación, de expresión de la propia dignitas. Sirve, asimismo, como muestra de sacrificio y, en ciertos casos, directamente de martirio.  Los ejemplos en esta dirección son muchos en las diferentes épocas de la pintura. Una pauta de esto la obtenemos si comparamos el autorretrato de 1500 en que Durero se reviste de Cristo Salvador con el cuadro de Samuel Palmer Retrato del artista como Cristo realizado hacia 1833. Palmer no nos indica qué momento de la vida de Jesucristo asume, pero la mirada que se otorga nos parece llena de indefensión, cubierta por una indefinible tristeza, encaminada al supremo trance de la Pasión. Cincuenta años más tarde Gauguin es más explícito: en Cristo en el monte de los Olivos se pinta él mismo en un gesto de desolación, identificándose con la soledad de Cristo inmediatamente antes de la prueba definitiva. Con elocuente frecuencia Cristo sirve a los artistas modernos para desarrollar su propia vertiente sacrificial con respecto al rey y con respecto al mundo.

La visión del sacrificio del artista puede ser todavía más cruel, representándose el martirio espiritual como mutilación física. En 1605, en el cuadro denominado David con la cabeza de Goliat (Roma, Galería Borghese), Caravaggio se autorretrata como si fuera el decapitado Goliat. El gran tema renacentista de David, que en la escultura ha dado las tres obras maestras sucesivas de Donatello, Verrochio y Miguel Ángel, adquiere una impronta completamente nueva. Ya no hay identificación posible del artista con el vencedor. Caravaggio, por el contrario, se identifica con el gigante vencido y degollado. La sensación de tormento y derrota del artista adquiere un protagonismo que será reavivado en la pintura moderna: también decapitado se ofrece a sí mismo James Ensor en 1886 en su cuadro Los cocineros peligrosos. La perspectiva es, lógicamente, distinta. Aunque la víctima sea en ambos casos la misma, el artista, en el cuadro de Ensor son más reconocibles los sacrificadores y así, con su mordacidad habitual, nos muestra su cabeza cortada y lista para ser servida en una bandeja para el banquete de sus enemigos: la burguesía y la crítica.

Sabemos, por tanto, el sentido del sacrificio en la obra de Ensor y podemos suponer, aunque con muchos menos datos, que el de Caravaggio va unido a su sinuosa personalidad. Pero, en mi opinión, el más sobrecogedor exponente del martirio del artista en  toda la pintura occidental lo hallamos en esa escena única, irrepetible en la que el viejo Miguel Ángel se pinta sobre el pellejo desollado de san Bartolomé. Podrían darse argumentos interminables sobre la terribilita del Juicio Final pintado en la Capilla Sixtina. El juzgador divino es terrible y terribles son los males de los condenados.  Sin embargo, ninguno de ellos supera la expresión de este rostro desencajado, detalle en el conjunto pero centro oculto del fresco entero. En Miguel Ángel el sacrificio no procede del exterior sino que, más bien, es el autosacrificio completo, radical, del artista que a pesar de su inigualable trayectoria concluye su vida convencido del fracaso del arte ante el enigmático muro que separa al hombre de Dios. Los últimos poemas de Miguel Ángel lo expresan nítidamente, pero su rostro sobre la pelleja de san Bartolomé es todavía más rotundo que cualquiera de esos poemas.

En buena medida los autorretratos reflejan, con gran variedad de matices, la afirmación y el sacrificio de los artistas ante el mundo.  Sin embargo, muchos de ellos reflejan asimismo la relación, más o menos interiorizada, del pintor con su pintura y a veces, globalmente con la pintura. La introspección del pintor, el análisis del proceso creativo se presta, desde el Renacimiento, al propio reflejo, sea mediante autorretratos directos sea por medio de presencias aparentemente marginales. Como en todos los autorretratos, el pintor es el héroe, si bien, en esta vertiente, mejor se podría hablar del «héroe en acción». El taller, la paleta, el modelo se convierten ahora en fundamentales. También el juego de espejos lo es.

Jan Vermeer en 1666 es uno de los primeros en abrir el camino hacia la consideración de la pintura como motivo esencial de la pintura. En su el Taller o Alegoría de la pintura (Viena, Kunsthistorisches Museum) Vermeer trata de representar las condiciones en que se realiza una obra pictórica. Sólo en parte puede considerarse un autorretrato, pues el pintor está de espaldas. Lo importante, en cualquier caso, es la centralidad del artista y su pretensión de recrear la atmósfera en la que se realiza una pintura, muy alejada obviamente de la que dos siglos después nos pretende expresar Courbet en su cuadro-manifiesto el Taller (París, Museo del Louvre).

Diez años antes del cuadro de Vermeer, Velázquez recurre en las meninas (Madrid, Museo del Prado) al autorretrato indirecto al representarse en el mismo momento de ejecución de su obra. A diferencia de Vermeer, o -mucho más tarde- de Courbet, la intención de Velázquez no es alegorizar la pintura sino mostrar un determinado corte temporal en la ejecución de una obra concreta.  Parte de la seducción que suscita Las meninas estriba en este hecho; el corte temporal, la detención de un instante en el transcurrir de un proceso, da lugar a una instantánea espacial. El juego de espejos llega a su máxima tensión: ¿quién mira a quién y desde dónde se mira? Velázquez no sólo se autorretrata sino que, por decirlo así, hace que el acto pictórico se autorretrate. La pintura es un momento privilegiado en el tiempo y Las meninas es el cuadro en que ese momento ha quedado reflejado elevándose la esencia de la pintura a tema pictórico. Éste es también el procedimiento utilizado, en cierta forma, por Goya cuando se incluye él mismo, durante la realización del cuadro, en Familia del infante don Luis de Borbón de 1783 (Corte di Mamiano, Fundación Magnani-Rocca).

Mucho más habitual en la pintura moderna es la escena del «héroe en acción», del pintor, en solitario, enfrentándose al lienzo acompañado únicamente del pincel y la paleta. El mismo Goya hace su autorretrato de 1785 en el marco de esta escenografía desnuda. Algo similar podría decirse con respecto al magnífico Autorretrato con la paleta pintado por Cézanne en 1879 o con respecto al cuadro del mismo nombre ejecutado por Picasso en 1906. En todos ellos lo que se resalta es el combate solitario del artista sin otros elementos que su adversario, el lienzo en blanco, y sus armas, la paleta o el pincel. Con la peculiaridad del desnudamiento progresivo de estas tres obras: en el de Goya observamos el lienzo, la paleta y el pincel; en el de Cézanne ha desaparecido el pincel; en el de Picasso sólo queda la paleta.

Un caso excepcional de autorretrato como análisis pictórico es el de Johannes Gumpp de 1646. Es un auténtico «autorretrato del autorretrato», es decir, un análisis, ya no de la creación pictórica en general sino del proceso de autorrepresentación. El pintor, de espaldas al espectador, tiene a su derecha la tela sobre la que está pintando su rostro y a su izquierda el espejo que le sirve para reflejarse como propio modelo. La utilización del espejo es, al menos hasta la invención de la fotografía, el método habitual para la realización de autorretratos. Gumpp, en su cuadro, tiene el propósito de plasmar la técnica del autorretrato. Pero la sutileza de su obra estriba en el momento elegido para expresarse: el artista no está mirando al espejo, como cabría suponer, sino que por el ángulo de su cara espejado podemos deducir que está mirando hacia su retrato pintado en la tela. El efecto sorpresa viene provocado por la inversión de las funciones: el espejo simula ser la tela mientras la tela hace de espejo.  La paradoja del desdoblamiento que implica todo autorretrato se hace, en el de Gumpp, absoluta.

El autorretrato, pictórico o literario, es siempre desdoblamiento y en cuanto tal está en directa relación con la conciencia humana del tiempo. El devenir implacable del tiempo y el tiempo que quiere ser fijado, retenido. Por tanto, no es de extrañar que una modalidad decisiva de la autorrepresentación sea el reflejo del curso temporal del artista, el registro de las edades del hombre, la presencia cotidiana de la fugacidad y de la muerte. La iconografía del barroco relaciona exhaustivamente la caducidad de la vida y la vanidad de las cosas mundanas. Los ejemplos son incontables. La pintura moderna continúa esta tradición aunque con una tendencia a desacralizarla por completo. El escenario se hace más simple, el jaque de la muerte más directo sin las mediaciones religiosas. Arnold Böcklin pinta en 1872 su Autorretrato próximo a la muerte con una clara resonancia barroca pero con una total ausencia de símbolos religiosos. El pintor se muestra en pleno trabajo acechado por la muerte que a su lado parece interpretarle la música de su fin inminente.  Quizá mayor crudeza posee todavía el Autorretrato con un esqueleto pintado por Louis Corinth en 1896, autorretrato dual en realidad que muestra a la derecha al artista en su plena fortaleza vital y a la izquierda, anticipándose al tiempo, como descarnado resto de la muerte. Ambas figuras se complementan: la muerte es el doble de la vida. Cuando medio siglo después Francis Bacon emplee con asiduidad las radiografías y los rayos X para distorsionar la anatomía de sus figuras no hará sino corroborar esta intimidad.

Para algunos artistas el autorretrato sirve para reflejarse mediante el irreversible dibujo del tiempo. Courbet se autorretrató obsesivamente a lo largo de casi cuarenta años, mostrando la sucesión de sus estados físicos y espirituales, sin rehuir los más extremos, como el que se deduce del cuadro El desesperado realizado por el artista hacia 1845. Pero tal vez la serie más impresionante de autorretratos concebidos como brutal expresión del paso del tiempo sea la pintada por Van Gogh en los últimos años de su vida. Van Gogh, a lo largo de su trayectoria artística, pasa de los paisajes a las figuras hasta convertir su rostro en el motivo prioritario. Son suficientes tres de estos autorretratos para comprender el talante final del artista: el Autorretrato de 1888, el Autorretrato con la oreja cortada de 1889 y el Autorretrato también de 1889.

El juego se ha restringido a sus reglas más escuetas. Ya no hay mediaciones ni camuflajes. Creo que en este caso apenas quedan distancias entre conocerse y reflejarse. Van Gogh, el «loco» Van Gogh, parece intuirlo perfectamente cuando escribe a su hermano: «Se dice, y yo desde luego lo comparto, que es difícil conocerse a uno mismo, pero tan difícil como eso es pintarse a sí mismo». Conocerse y reflejarse son dos caras de la misma aventura. O, al menos, de la misma ilusión.




En Varios Autores.  El retrato.  Barcelona, Galaxia Gutemberg, 2004, p. 43-54