domingo, enero 22, 2012

VERDADES, FICCIONES Y DUDAS RAZONABLES


INTRODUCCIÓN

"La verdad existe. Sólo se inventa la mentira." George Braque, Pensées sur l'art



"Cree  sólo en esta verdad: 'Todo  es mentira."' Humoradas, LXXXI





Decía Paul Valery que en el inicio de toda teoría hay siempre elementos autobiográficos. Confieso compartir este sabio precepto; lo que pueda decir sobre la fotografía, de cualquier  época y de cualquier tendencia,  viene marcado por  mi propia práctica creativa. Las ideas que expongo  a continuación, por  lo tanto,  no constituyen tanto propuestas teóricas como la expresión de poéticas personales, textos de artista, a veces encaminados a justificar la propia obra. Pero de un artista, añadiría, curioso de todo y amante de una reflexión no exenta de toques de ironía.

Los creadores  acostumbramos a ser monotemáticos. Lo podemos  disfrazar con envoltorios de distintos colores, pero en el fondo no hacemos sino dar vueltas obsesivamente a una misma cuestión. Para esta cuestión gira alrededor de la ambigüedad intersticial entre la realidad y la ficción, o alrededor del debate sobre situaciones perceptivas especiales como en el caso del trompe-l'oeil, o, sobre nuevas categorías del pensamiento y la sensibilidad como el vrai-faux... Pero· por encima de todo  mi tema neurálgico es el de la verdad: adequatio intellectus et rei.

La historia de la fotografía puede ser contemplada como un diálogo entre la voluntad de acercarnos a lo real y las dificultades para hacerlo. Por eso, a pesar de las apariencias, el dominio de la fotografía se sitúa más propiamente en el campo de la ontología que en el de la estética. Incluso fotógrafos particularmente volcados en una búsqueda formal eran clarividentes a este respecto. Así Alfred Stieglitz; puente entre las prácticas pictorialistas y documentales del siglo XIX y la modernidad del xx, declaró: "La belleza es mi pasión; la verdad, mi obsesión." Y sólo unos años más tarde radicalizaría esta máxima asegurando que "la función de la fotografía no consiste en ofrecer placer estético sino en proporcionar verdades visuales sobre el mundo". Las décadas que siguieron servirían para averiguar cómo habrían de entenderse estas "verdades  visuales", si es que podían ser entendidas de algún modo.

Veamos un caso real como la vida misma. Mi hija Judit vino al mundo muy prematura, después de un embarazo problemático  de poco más de seis meses. Su peso alcanzaba tan sólo 1,2 kilos y sus expectativas de vida eran tan  precarias que debió permanecer  durante  tres meses en una incubadora.  Cuando  nació, en marzo de 1988, tuvimos además la desgracia de sufrir los rigores de un sistema hospitalario escandalosamente retrógrado en temas de maternidad. Los bebés prematuros  eran concentrados en una sala especial, a cuyo interior los padres no teníamos acceso. Nos veíamos obligados a observar a nuestros hijos desde lejos, a través de varias mamparas de cristal y de un laberinto de incubadoras, y entre el trasiego presuroso de médicos y enfermeras que iban de un lado a otro. Además, en el momento del parto Marta, mi mujer, estaba bajo los efectos de la anestesia y por lo tanto todavía no había tenido oportunidad de conocer el rostro de su hija. Su ansiedad era totalmente comprensible.

Se me ocurrió entonces que era el momento de sacar provecho de mi oficio. Di mi cámara a una enfermera y le pedí que se acercase a Judit para tomarle varios retratos. Después de instruirla  brevemente en el manejo del enfoque  y del exposímetro, la enfermera  impresionó ocho negativos. Corrí a mi laboratorio, revelé el rollo, hice una copia por contacto y volví a toda prisa al hospital, donde Marta seguía en cama como resultado del proceso pos-operatorio. Era la primera vez que veía a su bebé de cerca y es fácil imaginar su excitación. Ella estaba contenta, yo estaba contento, todos estábamos contentos. Una vez más la fotografía había puesto a prueba su función histórica de suministrar información  visual precisa y fidedigna, ¡hurra!

No obstante no podía evitar que una sospecha rondase por mi cabeza. ¿Qué hubiese pasado si la enfermera se hubiera confundido de incubadora y por error  hubiera fotografiado  otro  bebé? Probablemente hubiésemos quedado  igual de complacidos. Había  tanta necesidad, tanta  urgencia, tantas emociones contenidas, que cualquier reticencia hubiese equivalido a la impertinencia de un aguafiestas. En el film La vida es un largo o tranquilo (1987), el primer largometraje de Etienne Chatiliez,  se nos cuenta una historia parecida: una comadrona,  para vengarse de un médico del que está enamorada,  intercambia a dos recién nacidos. Uno procede de una familia humilde; el otro, de una familia burguesa.  Doce años más tarde se descubre el entuerto, lo cual provoca situaciones de gran hilaridad.  Pero cuando nació Judit yo desconocía este argumento.

Aquí las fotos nos mostraban indiscutiblemente  a un bebé en el interior de una incubadora, todo el mundo lo reconocería como tal. Pero para nosotros lo importante es que se trataba de nuestro bebé, un ser sobre el que estábamos ansiosos de volcar unos viscerales sentimientos  paternales incluso sin haber  visto su rostro.  Pues bien, nada en las fotografías podía garantizarnos lo más importante: que fuese el nuestro. Nada en la imagen nos aseguraba lo que para nosotros era más vital. Para Roland Barthes "el  punctum de  una fotografía es ese azar que, en ella, nos afecta (pero que también  nos resulta tocante, hiriente)". El punctum nace de una situación personal, es la proyección  de una serie de valores que proceden de nosotros, que no están originariamente contenidos en la imagen.

El potencial expresivo de cualquier fotografía se estratifica en diferentes grados de pertinencia informativa. Es el salto arbitrario, aleatorio, contingente, de un grado al otro lo que asigna el sentido y da su valor de mensaje a la imagen. Grado A: es-un-bebé; grado B: es-nuestro-be­. Pasar frívolamente de A a B implica una pirueta muy sencilla pero que modifica sustancialmente la vinculación de la imagen con su referente y por ende su valor de uso (recordemos la máxima "el sentido es el uso" de Ludwig Wittgenstein).Y sólo se trata de un tipo de intervención,  entre  muchas otras,  que en su conjunto  hacen tambalear  la solidez  del  realismo  fotográfico, mostrando la fragilidad  de la verdad y de la verosimilitud.

A lo largo de la década de los 80 nos han convulsionado nuevas actitudes y formas de pensamiento. En las artes visuales se ha acentuado la problematización de lo real en una dinámica que nos arrastra  efectivamente  a una profunda crisis de la verdad. Puede ser, como sostiene Jeffrey Deitch, que "el fin de la modernidad sea también el fin de la verdad". Lo que ocurre en la práctica es que la verdad se ha vuelto una categoría escasamente operativa; de alguna manera,  no podemos sino mentir. El viejo debate entre lo verdadero y lo falso ha sido sustituido por otro entre "mentir bien" y "mentir mal".

Toda fotografía es una ficción que se presenta como verdadera. Contra  lo que nos han inculcado, contra  lo que solemos pensar, la fotografía miente siempre, miente por instinto, miente porque su naturaleza no le permite hacer otra cosa. Pero lo importante no es esa mentira inevitable. Lo importante es cómo la usa el fotógrafo, a qué intenciones sirve.  Lo importante, en suma, es el con­ trol ejercido por el fotógrafo  para imponer  una dirección ética a su mentira. El buen fotógrafo es el que miente bien la verdad.

¿Es una proposición cínica? Es posible. Otra forma de presentarlo consistiría en decir que la humanidad se divide en escépticos y fanáticos. Los fanáticos son los creyentes. Fanatismo  deriva del latín fanum que significa templo, es decir, el espacio para el culto, la fe y el dogma. Los escépticos, en cambio, son los que desconfían críticamente.  El objetivo  de estos escritos es ganar adeptos para la causa de los escépticos. Y  ésta es una labor ardua especialmente cuando seguimos viviendo en un estado de confusión que requiere  de la estabilidad que da la creencia.

Todavía hoy, tanto en los dominios de la cotidianidad como en el contexto estricto de la creación artística, la fotografía aparece como una tecnología al servicio de la verdad. La cámara testimonia  aquello que ha sucedido; la película fotosensible está destinada a ser un soporte de evidencias. Pero esto es sólo apariencia; es una convención que a fuerza de ser aceptada sin paliativos termina por  fijarse en nuestra  conciencia.  La fotografía  actúa corno el beso de Judas: el falso afecto vendido por treinta monedas. Un acto hipócrita y desleal que esconde una terrible  traición: la delación de quien  dice precisamente personificar la Verdad y la Vida.

La veracidad de la fotografía se impone con parecida candidez. Pero aquí también, detrás de la beatífica sensación de certeza se camuflan mecanismos culturales e ideológicos que afectan a nuestras suposiciones sobre lo real. El signo inocente encubre un artificio cargado de propósitos y de historia. Como un lobo con piel de cordero, la autoridad del realismo fotográfico pretende traicionar igualmente a nuestra inteligencia.  Judas se ahorca agobiado por los remordimientos. ¿Reaccionará la fotografía a tiempo para escapar a su suicidio anunciado?

VERDADES, FICCIONES Y DUDAS RAZONABLES
"El arte es una mentira que nos permite decir la verdad." Picasso

EL FANTASMA DE LA VERDAD

El 26 de abril de 1937 la aviación nazi arrasaba Guernica. La acción carecía de valor estratégico alguno para el desarrollo de la contienda: se trataba de una pura ostentación del poder destructor del aparato militar fascista contra una población indefensa. Poco después, el 18 de julio, en el primer aniversario del golpe de mano que había significado el inicio de la guerra civil, el general Francisco Franco concedía una entrevista al periódico ABC de Sevilla. Al finalizar, el general le dijo al periodista: "Le voy a enseñar a usted unas fotografías de Guernica.'' El periodista las describe como "unos tirajes magníficos, positivados sobre papel satinado, que reproducen las ruinas de una ciudad totalmente destruida por la metralla y la dinamita: casas hundidas, avenidas enteras destrozadas, montones informes de hierros, piedras y maderas". "Es horrible, mi general", exclama el entrevistador. "Horrible, -responde Franco-. A veces las necesidades de una guerra o de una represión pueden conducir a tales horrores. Esta consideración es una de las razones que me han movido  a no utilizar  estas fotos que  me enviaron hace unos días. Porque fíjese usted: no son de Guernica..." Acto seguido muestra los pies de foto auténticos  de esas imágenes que Franco  tiene en la mano. Efectivamente, no corresponden a Guernica sino a otra ciudad situada a miles de kilómetros de España. Franco no añade ningún comentario: la demostración  ha terminado. Y el periodista liquida la entrevista aventurando "lo bien que quedarían esas maravillosas fotografías, por ejemplo, en la primera plana del  Daily Express".
Es fácil adivinar la expresión de perplejidad del periodista y la sonrisa cínica del general. Acomodados en el mito de la objetividad, la fotografía no sólo ha permitido el engaño sino que lo ha facilitado. Franco no pretendía contraponer la barbarie de "los otros" para justificar su propia barbarie. Su estrategia no se basaba en demostrar (con pruebas, con fotografías) que todos los bandos cometen atrocidades y que por tanto sus propias acciones estaban  justificadas. Consistía,  en cambio,  y con  ello elaboraba  una particular  contribución a la teoría fotográfica, en negar la posibilidad del documento: todo es propaganda. Las fotografías no se encargan de corroborar nuestra verdad o de asentar nuestro discurso sino exclusivamente  de cuestionar  las hipótesis en que  otros puedan fundamentar su verdad. Aquellas magníficas fotografías sobre papel satinado tan alabadas por el periodista nos decían bien poco sobre la situación original a la que aludían; huérfanas de un anclaje informativo más preciso que ellas mismas eran incapaces de generar, delataban dramáticamente la promiscuidad  de sus significados. La fotografía se limita a describir el envoltorio y su cometido es por tanto la forma. Nos seduce por la proximidad de lo real, nos infunde  la sensación de poner  la verdad al alcance de nuestros dedos... para terminar arrojándonos un jarro de agua fría a la cabeza.
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La sublevación franquista había sorprendido a Picasso en una fase de aproximación al surrealismo. Con frecuentes contenidos simbólicos tomados de la mitología mediterránea, su producción durante esa etapa se debatía entre el sueño y la realidad. Pero la tragedia de Guernica lo impactó tan profundamente que se convirtió en el detonante moral que le habría de proveer el tema para la obra que muchos críticos consideran la pintura s importante de nuestro siglo: el mural para el pabellón de la República Española en la Exposición Internacional de París de 1937.   Escasos días después del bombardeo, el 1 de mayo, Picasso empezó a trazar los primeros bocetos. La expresividad y el patetismo harían de esta imagen el símbolo de la lucha fratricida de un pueblo y universalizarían el sufrimiento de la pequeña ciudad mártir.

Picasso, no obstante, no fue un testigo  presencial del bombardeo. ¿Se enteró por la prensa? ¿Se lo contaron sus amigos? ¿Recibió una información veraz e imparcial? Tal vez esas cuestiones  resulten  ahora  detalles nimios.
¿Acaso no ha hecho más por divulgar y fijar en la historia el holocausto de Guernica el cuadro de Picasso que todas las fotografías -auténticas y falsas- a la vez?  En un ''documento", ¿importa el propósito que lo originó o el efecto ejercido? ¿Importa  su estatus estético  en tanto  que evidencia o la función social que se le asigna? Erigido en monumento contra el olvido, el Guernica se resiste a ser sólo una  pintura. La  historia,   indicaba  Michel  Foucault, transforma el monumento en documento; pero no siempre es cierto: a menudo  monumento y documento se sitúan en una vía de doble dirección.

FONTCUBERTA, Joan.  El beso de Judas.  Fotografía y verdad.  Barcelona, Gustavo Gili, 1997, p. 11-17